Para el ciudadano de a pie términos como deuda soberana, agencias de rating o los CDS siguen siendo desconocidos pese a su importancia en la crisis económica. Sin embargo, sí que pueden resultar más familiares otras como los problemas de morosidad, la dificultad para encontrar financiación o la reunificación de deudas que guardan mucha similitud con los primeros y nos pueden servir para entender mejor lo que está ocurriendo en el mercado de bonos y en qué consiste la actual crisis de la deuda.
En la actualidad los Gobiernos tiene diferentes formas de acceder al dinero. La primera y más obvia fuente de ingresos son los impuestos, pero no es la única. El Estado también consigue capital a través de las empresas estatales y de las adjudicaciones y de los préstamos que hace a empresas, emprendedores e incluso otros países. A estas hay que añadir la de emitir deuda, algo que se lleva haciendo ‘toda la vida’ pero que en los últimos años se ha disparado y complicado al mismo tiempo.
Las emisiones de deuda del estado son las Letras del Tesoro, obligaciones, bonos… En funcionamiento de estos productos es relativamente sencillo y en cierto sentido se asemeja al de un depósito a plazo -aunque es cierto que existen varias diferencias-. El Estado se compromete a dar una rentabilidad al inversor a cambio de su dinero por un determinado tiempo. ¿Cómo se determina esta rentabilidad? Por la reputación de quien emite la deuda y esta se mide a través de los ratings que elaboran las agencias de calificación de riesgos. Estas disponen de un sistema de puntuación para medir la calidad de la deuda de cada país y, lo que es más importante, su capacidad de pago, ya que un país, como una empresa, también puede quebrar y ser incapaz de pagar su deuda.
Tal y como ocurre con cualquier tipo de inversión, cuanto mayor es el riesgo potencial que debemos asumir, mayor es también el beneficio esperamos obtener. Por eso, por ejemplo, la Bolsa ‘promete’ rentabilidades mayores que por ejemplo un depósito. En el primer caso un inversor podría perder todo su dinero, mientras que en el segundo el dinero está asegurado, de ahí que para que correr el riesgo merezca la pena los beneficios también deben ser importantes.
Con la deuda soberana ocurre algo parecido. Si el riesgo de impago es alto, los intereses que deberá pagar un Estado por emitir deuda -es decir, la remuneración que debe ofrecer a quienes compran su deuda- estarán en concordancia. Por eso mismo, el coste de las emisiones de letras del tesoro del España se ha disparado en las últimas semanas. El rating de las agencias no es el único baremo que utilizan los especuladores para determinar la calidad de la deuda de un país, pero sí uno de los más importantes. Por eso, una rebaja de rating supone una subida casi inmediata del coste de emitir deuda, ya que en teoría supone que la región tendrá más dificultad para hacer frente a su deuda y así hasta llegar a los llamados bonos basura.
Para quienes se hayan perdido en este maremagnum de cifras quizás sea más fácil comprenderlo con un ejemplo algo más cotidiano: pedir un préstamo. Supongamos que nos dirigimos al banco para pedir un préstamo personal o una hipoteca. Como es lógico, lo primero que hará el banco es analizar nuestra situación financiera con nuestra nómina, historial crediticio, otras deudas, posesiones… porque lo que quiere es asegurarse de que podremos devolverle el dinero. Aquí no existen agencias de calificación más allá del propio banco y quizás lo que más se asemeje sean los registros de morosos como RAI, Asnef o Equifax, que sirven para saber hasta que punto somos buenos o malos pagadores.
Una vez ha estudiado nuestra situación, el banco determinará si nos presta o no el dinero y qué intereses nos cobra. Lo mismo ocurre con el mercado de deuda, solo que en este caso, en lugar de ser el banco (inversor) quien dictamina los intereses, es el país (quien solicita el préstamo) el que dice cuanto está dispuesto a pagar porque le presten dinero (a cuanto paga sus emisiones de deuda).
Ahora imaginemos que nuestros datos financieros fuesen públicos y que una o varias empresas se dedicasen a elaborar trimestralmente informes sobre si somo o no buenos deudores y acerca de nuestra capacidad de pago. En cada informe se nos pondría una nota de cero a diez. ¿No sería nefasto que de repente nuestra calificación bajase de nueve a siete? ¿No nos costaría más encontrar quien nos prestase dinero? Esto es precisamente lo que le ocurre a un país cuando sufre una rebaja de rating.
Si realmente viviésemos de nuestros préstamos, la rebaja haría que nos costase más conseguir dinero y que este cada vez sería más caro. Deberíamos ser magos de las finanzas para poder pagar lo que acordamos sin perder poder adquisitivo. Esto a su vez incidiría en nuestra capacidad para afrontar los pagos a los que ya nos habíamos comprometido anteriormente (nuestras deudas y las rentabilidades prometidas en otras emisiones de deudas en el caso de los Gobiernos). Si no fuésemos capaces de gestionar bien la deuda podría llegar un momento en el que sería imposible pagar y tendríamos que declararnos en bancarrota, habíamos quebrado. Esto es lo que les ha sucedido a miles de familias con la crisis y lo que, en el peor de los casos, también le puede suceder a un país, sólo que aquí nadie se puede quedar ‘en la calle’ y siempre habrá un organismo internacional dispuesto a hacerse cargo de la situación.